Javier Brandoli y sus crónicas del sudeste asiático

 Ser occidental es ser una especie en peligro de extinción, no físicamente, sí de forma espiritual.  

 

La moda no es ser católico ni cristiano pero si aceptas el budismo o alguna religión animista eso sí es interesante, aunque siempre habrá quien te acuse de apropiación cultural. Si defiendes la democracia para todos los países y todas las culturas eres imperialista o neoliberal porque no tienes en cuenta que lo otro “es su cultura”, si defiendes una economía libre es que quieres que todo sea como el “salvaje oeste” y si crees en el “derecho de Israel a defenderse” es que eres simplemente mala persona. 

 

Pero lo cierto es que ser occidental no es ni ser cristiano, ni procapitalista ni proisrael, ni siquiera es ser demócrata. Occidente es el lugar del mundo donde puedes ser eso o no serlo y no por ello acabar en la cárcel o apedreado física o moralmente por una multitud.  

 

Un ministro de Marruecos, país admirable en algún sentido pero que no es occidental, animaba con sorna a quienes criticaban algunas restricciones legales por el ramadán a no respetarlas “a ver lo que les pasaba” y no se refería ni a multas ni detenciones, si no a la indignación de las masas.

 

En un mundo de pensamiento fluido y relativismo moral, encuentro a veces pequeñas rendijas que animan a ser optimista, en este caso en un periódico digital que a veces leo, El Confidencial.  

 

Ha supuesto una agradable sorpresa descubrir a Javier Brandoli que escribe sobre noticias de Asia, y suele terminar el artículo con opiniones muy oportunas, que exceden lo meramente informativo, y convierte la anécdota en motivo de reflexión; y lo hace de forma sutil, sin dogmatizar, simplemente exponiendo los hechos.

 

De Tailandia nos relata que un extranjero maltrata (patada incluida) a un local, las personas, legítimamente enfadas, reaccionan y acuden a casa del agresor y el gobierno termina expulsando al extranjero cuando la noticia se viraliza. El periodista tras dar la noticia, anodina en si misma, añade: 

“ [...] Puede que muchos de ustedes estén de acuerdo con la respuesta social y oficial dada, pero para poner en contexto global todo cabría preguntarse: ¿Qué les parecería que una turba de españoles se fuera a la puerta de una vivienda de un extranjero que ha agredido a un local para exigir su expulsión del país? ¿Y qué les parecería que las autoridades le expulsen? ¿Si la patada se la hubiera dado un tailandés a un suizo hubiera pasado algo? ¿El derecho a dar patadas es solo para los locales? ¿Se le puede revocar el visado a una persona por eso?   

La realidad es compleja. Pero el coctel de inmigración, patria y redes sociales es altamente inflamable hasta en un lugar tan pacífico como este.” 

 

 

En otra noticia nos cuenta como en una reciente visita del canciller alemán a Malasia alguien le pregunta al presidente local sobre Gaza y este responde afeando la hipocresía occidental y su doble rasero de medir entre Ucrania y Gaza. El periodista termina la noticia de la siguiente manera:

 

“Esa es en todo caso una posición legítima de un Gobierno, el de Kuala Lumpur, que no tiene ni porque apoyar las restricciones occidentales ni posicionarse del lado de Ucrania, pero ¿podría el canciller Scholz haberse colocado al lado de Amwar en el estrado y haber soltado un discurso hablando del doble rasero moral de Malasia, y el sur global, que critica el colonialismo e imperialismo y, sin embargo, tiene una postura ambivalente ante la invasión de Ucrania? ¿Podría hacerlo sin desatar una tormenta en la que se le acusara de justamente colonialismo e imperialismo por atreverse a abrir la boca? 

Parece evidente que hay un hartazgo de las naciones en desarrollo ante el doble rasero moral de Europa y EEUU, pero en sus denuncias muchas incurren en exactamente esa misma hipocresía de ver víctimas de primera y de segunda. Para Alemania, según Malasia, los muertos ucranianos pesan más que los palestinos. ¿Para Malasia los de Ucrania y Palestina pesan lo mismo?” 

 

Y es que, precisamente en Occidente donde surgió la herramienta más delicada y frágil para cualquier sociedad, la autocrítica, es donde olvidamos que la autocrítica no existe en la mayor parte de las culturas no occidentales, y cuando aparece en realidad enmascara otra cosa (“es que nos merecemos que nos pase esto por dejar que los países ricos nos roben”), es victimismo, compasión revestida de ira a terceros. 

 

Analizar críticamente nuestra sociedad (la única en que han surgido los derechos humanos y las libertades individuales) es un ejercicio de higiene mental muy necesario, pero instalarse en el victimismo sin exigir a los demás pueblos y culturas su propio examen con igual intensidad, es una postura acomodaticia, estéril y a la postre conlleva la muerte del pensamiento crítico.