Encogerse de hombros

 Me siento a la mesa en una comida de amigos y alguien me pregunta que si me parece mejor la república o la monarquía, y yo le miro y me encojo de hombros; es un gesto muy mío, una actitud de expresar que no sé porqué tengo que opinar de todo; podría decirle que la forma política de España no es la monarquía sino la democracia pero sería un debate estéril puramente nominal y apriorístico. Yo realmente estoy a otra cosa, me motivan mis libros, mis laminas, mis árboles, mis gatos, y por el contrario me aburren los reyes y las princesas sean hereditarios o aupados por la mitad más una de las urnas. 

 

Enciendo la tele y veo a Narciso enamorado deshojando la Margarita, “venga, vale que me quedo”, dice finalmente él, y yo apagó la imagen, es que no me interesa, ni para bueno ni para malo, estoy a otra cosa, en que mi cliente me pague, en que el Juzgado me señale fecha, en que la notaría me responda algo, y sobre todo en que mi móvil tenga batería. 

 

 

Hay en la Iliada un momento genial en que un griego se levanta y dice que qué hacen allí que él quiere volver a casa, y por un momento todos los griegos están a punto de actuar, de dejar una guerra en que nada les va más que el orgullo de los orgullosos, los dioses reaccionan y consiguen detener el amago de retorno. Ahí estaba Agamenón, al que Homero definía como pastor de rebaños de animales y de gentes.  

 

Mi madre de niño me llamaba mostrenco, era sin duda el peor de los insultos en aquellos días, junto a mocoso (entonces las alergias no despertaban empatía). Tardé mucho en descubrir lo que significa mostrenco, aquella res o caballo que se escapaba y al capturarla se mostraba por si aparecía el dueño. Mostrenco era por tanto ser libre o el que iba por libre. No creo que yo sea especialmente libre pero me hace gracia comprender que el conocimiento nos sirve para resignificar los recuerdos. Hoy llevaría lo que antaño fue un insulto como muestra de orgullo